lunes, 21 de abril de 2014

La imaginación romántica de Rosa y la realidad de Esteban

En esta entrada del blog me gustaría exponer y comentar una cuestión de la novela que se me ha presentado al leer sus páginas. Todo se desarrolla en el primer capítulo cuando comenzamos a leer la imagen que Rosa tiene de su novio Esteban Trueba, minero en un lugar lejano:

"Por influencia de las novelas románticas, que constituían su única lectura, le gustaba imaginarlo con botas de suela, la piel quemada por los vientos del desierto, escarbando la tierra en busca de tesoros de piratas, doblones españoles y joyas de los incas, y era inútil que Nívea tratara de convencerla de que las riquezas de las minas estaban metidas en las piedras, porque a Rosa le parecía imposible que Esteban Trueba recogiera toneladas de peñascos con la esperanza de que, al someterlos a inicuos procesos crematorios, escupieran un gramo de oro".

La primera frase (por influencia de las novelas románticas) revela algo que me ha recordado a la locura de Don Quijote, quien imagina decenas de cosas en una relectura vital de las novelas de caballerías. Sin embargo, el trasfondo de esta enajenación mental es la realidad exterior que para nada se asemeja al mundo imaginado. El desengaño es propiamente romántico, ya que tanto Rosa como Don Quijote terminan muriendo, la primera de una manera angelical y el segundo agónicamente. Lejos de analizar el trasfondo de la novela de Cervantes, voy a presentar el que encontramos en la de Isabel, que encaja precisamente con otra idea de narrador omnisciente-narrador sujeto que trataré en mi siguiente intervención. 

Varias páginas después, en el cambio de narrador, vemos la realidad de esa vida minera explicada por Esteban Trueba: 

"Eran tiempos difíciles. Yo tenía entonces alrededor de veinticinco años, pero me parecía que me quedaba poca vida por delante para labrarme un futuro y tener la posición que deseaba. Trabajaba como un animal y las pocas veces que me sentaba a descansar, obligado por el tedio de algún domingo, sentía que estaba perdiendo momentos preciosos y que cada minuto de ocio era un siglo más lejos de Rosa. Vivía en la mina, en una casucha de tablas con techo de zinc, que me fabriqué yo mismo con la ayuda de un par de peones. Era una sola pieza cuadrada donde acomodé mis pertenencias, con un ventanuco en cada pared, para que circulara el aire bochornoso del día, con postigos para cerrarlos en la noche, cuando corría el viento glacial. Todo mi mobiliario consistía en una silla, un catre de campaña, una mesa rústica, una máquina de escribir y una pesada caja fuerte que tuve que hacer llevar a lomo de mula a través del desierto, donde guardaba los jornales de los mineros, algunos documentos y una bolsita de lona donde brillaban los pequeños trozos de oro que representaban el fruto de tanto esfuerzo. No era cómoda, pero yo estaba acostumbrado a la incomodidad. Nunca me había bañado en agua caliente y los recuerdos que tenía de mi niñez eran de frío, soledad y un eterno vacío en el estómago. Allí comí, dormí y escribí durante dos años, sin más distracción que unos cuantos libros muchas veces leídos, una ruma de periódicos atrasados, unos textos en inglés que me sirvieron para aprender los rudimentos de esa magnífica lengua".

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